Aquel

Detrás de la barra él se servía. Mariana lo observaba de frente, sosteniendo una copa de vino a medias. Cada movimiento, mirada y sonrisa era frágil, poseía los sonidos del cristal, de una música inexistente que Mariana logró recordar. Si no pudiera creer real su propia melodía ¿Qué caso tendría pensar que aquello era posible? Por eso la reinventó y fue dichosa un rato. Platicó con él, mirándolo como si realmente pudiera quererlo, exprimiendo cada expresión que hacía como si en verdad le importara lo que ella hablaba. Para entonces Mariana, ya sabía que ese hombre no era aquél al que había olvidado y ahora buscaba. La plática transcurrió rítmicamente, los dos saborearon cada palabra irreal, cada movimiento de esa danza que nunca tendría fin porque no tuvo comienzo. Todo era tan incierto como cierto era el lugar en el que estaban, con sus inciertas luces. Todo era tan incierto como inciertas eran las pláticas de los demás, con sus ciertas intenciones. Él no pudo haber sido cualquiera pero lamentablemente apareció, y Mariana estaba feliz de poder creer estar feliz con él un rato. Decidió no tocarlo, no conocerlo más, y definitivamente no decir que lo iba a extrañar como extrañaba a los otros, a los que no podía olvidar, porque todos ellos, los que parecían ser aquél, nunca fueron. A él lo notó desde el principio, le interesó desde que platicaron, decidió admitirse que le interesaba porque después de unos días no sabría más de él. Ella bebió un poco de vino, después se reflejó en sus ojos miel, en su sonrisa, en su bella imperfección. De estar así unos días más se convertiría en un problema, alguien de quien Mariana tendría que deshacerse con dolor, como siempre. Pero sin buscarlo, sin desearlo, sin quererlo apareció; un fantasma que después se esfumaría, y el sabor de sus palabras tan reales, tan ciertas, se perdería con él, disolviéndose en la nebulosa del pasado. Mariana tarareo tristemente la canción en su mente. Así era siempre. Mariana seguiría siendo Mariana, probablemente siempre sola. Echando a cada uno de ellos fuera de su vida o arrancándolos correctamente, para no sufrir tanto. Nunca eran aquel y aquel no aparecía, el que alguna vez dijo que rompería el olvido. Ella lo esperaba sin más, era el único. Tal vez Mariana también llegaría, en algún siglo distante, a desaparecer. Poco a poco.

Los escritores muertos

Una vez escuché que casi todos los escritores mueren por alcoholismo. Nunca me importó mucho el tema, hasta aquella tarde. Estaba tendido, tomando el sol en plena avenida. “¿Cómo moriremos los demás?” me pregunté.

A mi alrededor había mucha gente viéndome, yo me sentía satisfecho pues soy digno de ver. La plácida escena se interrumpió por una fila de personas parduzcas que se abrieron paso hasta llegar a mí. Eran los suicidas, los reconocí de inmediato. Sus bocas estaban selladas, andaban en silencio. Traté de preguntarles porque pasaban por ahí. Nada ni nadie les estorbaba, atravesaban a la multitud sin que esta lo notara, sólo a mí me esquivaban. Como no logré hablar con ellos, llegué a la conclusión de que “esos que se lanzan al precipicio (dígase callecita, peñasco, campo, espacio, cascada, vías del metro, patio…) olvidaron sus alas de tinta y papel”.

Los vi marcharse, muy tristes y callados. Atrás de ellos venían los espíritus marchitos, así decidí llamarlos porque así se veían y porque suena bien. Andaban sin camisa, manchas de sangre seca cubrían sus pantalones. Me levanté para ver si tenía más suerte al intentar hablar con ellos. Andaban muy lento, tuve tiempo de asomarme en el pecho de algunos (estaban abiertos) “qué raro” le dije al último, “no tienen ustedes relleno”, me ignoró. Observé sus espaldas mientras meditaba acerca de la vida. Entonces comprendí que estaban vivos. “¡Hey!, ¡oigan!” les grité “¡pueden seguir escribiendo!, ¡están vivos!”, etc. Mencioné todo lo que se me ocurrió para convencerlos, pero les importó poco, más bien nada. También desaparecieron.

“Alcohólicos, suicidas y deprimidos” pensé decepcionado al tiempo que escuchaba la sirena de una ambulancia, me recosté de nuevo en la calle, tanta atención de la gente me revitalizaba. Estaba por decirles el titulo de mi última novela, cuando de la nada llegó hasta mí un tropel de personas, todos se estaban muy pálidos pero animados; algunos parecían tristes, otros cuantos felices, uno que otro lloraba (nunca supe si de contento o por sufrimiento) “¿qué equipo ganó?” pregunté. Todos me contestaron cosas con historias diferentes. Uno de ellos hasta me recitó un poema.

Noté que sus pies desnudos andaban sobre hojas de papel, y que dejaban palabras escritas a cada paso, así que decidí seguirlos, sus cuerpos habían muerto también. Una joven, ayudándome a ponerme de pie dijo “somos los que en vida volaron con las alas escritas sobre papel” noté que sus manos estaban llenas de tinta. Y quitándome el calzado para caminar con los demás, agregó “somos los vivos después de muertos”.

Andaba muy feliz al lado de la muchacha, pero de pronto mi vista se nubló. Un rayo me partió toda la mañana, cerré los ojos con fuerza y al abrirlos otra vez, ya no vi el sol. Sólo vi a dos espíritus, me observaban muy de cerca, estaban contentos. Traté de ubicarme, estábamos en un cuarto blanco. Luego noté que esos dos no eran espíritus, eran hombres. Aquel no era un cuarto, era una ambulancia y ni estaba tan blanca, más bien amarillenta. Recordé que minutos antes yo cruzaba la esquina a pie, leyendo; hasta que un amable conductor me detuvo con firmeza, lanzándome hasta el otro lado del camellón (para que yo no corriera peligro) y después continuó dichoso su camino. “Nos dijo un testigo que antes de perder el conocimiento, usted balbuceaba cosas acerca de escritores y espíritus. Cuando llegamos estaba sonriendo, pero ya no respiraba” me contó más tarde el paramédico, moviendo sus manos regordetas de un lado a otro con nerviosismo, era novato. Yo le agradecí por haberme salvado la vida, aunque no sé si fui muy sincero. En cuanto me pude salir del hospital, corrí a fabricarme más alas de tinta, decidí no esperar hasta alejarme nuevamente de la gravedad para volver a volar.

Lejos del sueño

Voy a observarte saciado

si todas las luces de la conciencia se diluyen

en un vaso de mañanas densas

que conservan asientos de ensoñación

Si llega el alba rallando con sangre

tus alas de niebla

seré el sueño diurno que te cante al oído

caricias de libertad.

Número 72, calle Zozobra. Finale

Dinorah sabía que sus entrañas estaban podridas, lo supo desde que tenía cinco años, cuando durante la primera plaga de ratas, experimentó un placer horrendo al meter una en la licuadora para ver como se desmembraba, ella siempre fue así, pero ahora, sentía correr un líquido negro y espeso por sus venas, y casi podía ver como sus extremidades se encogían en un escalofrío perpetuo, por eso no quiso saber lo que sentiría de seguir viva con la culpa de haber entregado a alguien, que confiaba en ella, para ser torturado hasta la muerte. Cuando todos guardias estaban alrededor de Julio, viendo como lo hacían una completa llaga los perros, el Principal Guardia, con el que Dinorah había hecho el trato, la llamó hacia ellos para pagarle el resto, sacando de su pantalón el detonador de la bomba, caminó hacia ellos y hacia Julio, cuando todos estuvieron lo más cerca de él, mirándolo muerto en el piso, activó la palanca, y en su boca con dientes de rata, durante seis segundos, se abrió una extraña sonrisa, esperando la explosión.
Desde arriba, los tripulantes de la nave transparente y dorada, vieron como se encendió en llamas el número 72 de la calle Zozobra y hasta sus oídos llegó el agudo rechinar de dientes y el doloroso clamor de todos los hombres y mujeres que ahí morían calcinados.

Número 72, calle Zozobra. Séptima parte

Nina dio la voz de alarma, y los que aún no estaban en el cobertizo subieron, dejando la cantina vacía –¡Sube con nosotros! –gritó Fi, bajando para auxiliar a su amiga, Dinorah la tuvo que empujar tres veces en sepulcral silencio, Johannes y Paulo le gritaban desde arriba para que se apresurara. Confundida, Fi miró por de frente y por última vez a Dinorah, comprendiendo lo que había sucedido, hundió la cara entre sus manos, negando con la cabeza mientras lloraba, con delicada indignación, se dio la vuelta y subió a la nave. Los guardias ya estaban adentro, entraron tras sus perros de dos cabezas que olfateaban desesperados, Dinorah permaneció sentada en el piso, junto a la ventana, con los ojos abiertos pero como inconsciente. Adentro de la nave, al momento del despegue, Pietro se dio cuenta de que habían olvidado en algún lugar de la casa el control que abría la compuerta del techo. –¡No importa! –Les dijo a todos– ¡Podemos despegar así y romper el metal con la nave! –¡No se puede! –Exclamó Johannes– la compuerta es indestructible y… –A mí no me vienes a decir qué no puedo hacer, Johannes –Respondió Pietro, dejando los controles con furia– ¡Los guardianes están abajo, ya cállense! –Dijo Fi, la respiración de todos se contuvo en ese momento– yo iré por el control –Johannes detuvo a su joven mujer, hasta que se escuchó la voz de una niña que estaba entre los 39 –Julio fue por el control, me dijo, diles que despeguen, y pues, él ya sabía que esto iba a pasar, ¡ah! y dijo que ya no peleen, que se quieran… o algo así.

Abajo, en la cantina, Dinorah observó como Julio corría hasta donde estaba el control para tomarlo, también vio como los perros de dos cabezas se lanzaron sobre él mientras oprimía el botón rojo, rojo como la sangre que comenzó a brotar de sus venas desgarradas por los perros.

Calle Zozobra, número 72. Sexta parte.

–No teman amigos, yo no voy a ir con ustedes, pero no van a estar solos nunca más –decía Julio, con un tono triste, en medio del ajetreo general, nadie entendía. Sólo subían y bajaban, llevando cosas al cobertizo, en donde se encontraba la pequeña nave dorada y transparente, Chelo se va a quedar con ustedes para ayudarlos hasta que nos reencontremos –Pietro lo miró fijamente, no había entendido el por qué de nada, pero confiaba en él, así que continuó trabajando. Encorvada, con pasos cansados y llena de sangre, Dinorah caminó hacia Julio, había adelgazado brutalmente en un día, sus ojeras eran seis veces más profundas y su cabello, el único atractivo que poseía, se había convertido en un mazacote de canas amarillentas, bajó la vista, y alzando un brazo se sostuvo del cuello de su maestro. Te estaba esperando –dijo él con voz angustiosa– Gracias amigo –le susurró DinorahZozobra. exclamó confundido –¿No vas a estar con nosotros o qué? –A donde yo voy, ustedes no pueden ir, nos reuniremos después, pero les conviene que me vaya, cerca del oído después de besarlo, sus palabras parecían provenir de un pozo lleno de hombres agonizantes, e infectos cadáveres con viruela. La misión estaba casi completa, ella caminó exhausta hacia una pared en la que se recargó, sacando una rata que accidentalmente había entrado en su bolsa durante la confrontación, tras sacarle los ojos la lanzó por una ventana. En ese momento, la luz azul de una teletransportadora oficial, iluminó Zozobra.