Número 72, calle Zozobra. Segunda parte

Afuera llovía, las ratas y la gente corrían desesperados entre los charcos de ácido, buscando refugio. Dinorah entró al número 72 de la calle zozobra, la cantina de Julio, donde él y cinco amigos suyos platicaban animadamente – ¡metiste dos ratas Dinorah! –Gritó Pietro– bueno, que me importa, ¡ya todos nos vamos a largar de este lugar! –dijo mientras levantaba su tarro para brindar con Johannes, Nina y Paulo, que estallaban en risas y gritos de alegría. Dinorah se quitó el recubrimiento plástico antiácido y lo dobló sentándose con ellos en silencio. Desde la barra, Julio estaba mirándolos, una ligera sonrisa atenuaba la tristeza que había en su mirada. –ya cállense babosos, por su culpa van a descubrirnos –susurró la recién llegada.
Desde los ocho años, Dinorah había trabajado arreglando naves y otros medios de transporte en el taller de su padre, hasta el día en que cumplió los 21, el terrible “día de la peste”, después de eso no volvió a saber de él. Fi y Pietro la contactaron dos años después, tras encontrar su anuncio en el periódico, “mecánico para todo tipo de transporte”, era justo lo que necesitaban para completar su equipo liderado por Julio, cuyo gran objetivo era construir en doce meses y clandestínamente, una nave (pues tras la nueva reforma, eran para uso exclusivo de la guardia) y escapar hacia una tierra nueva.

Número 72, calle Zozobra. Primera parte

Dinorah mordió una pera y el jugo le resbaló por la piel, dejando un camino dulce entre sus dedos. Desde la roca en que estaba sentada, podía ver el mar entre las hendiduras de la playa y en la vegetación, besando los límites de arena. A su derecha se extendían algunas casas de techos naranjas, llenas o vacías, siempre rodeadas por el sonido de las urracas. Caía la tarde y Dinorah calculó que para cuando terminara su pera, el sol se habría ocultado por completo, pero mientras tanto, el cielo era rosa y la fruta dulce, una tranquila tarde de verano, febrero en Australia.
Después de dar la última mordida, Dinorah lanzó los restos de la pera hacia el horizonte y los vio suspenderse girando; tras ellos, el último rayo del sol se ocultó. Todo regresaba a la normalidad, el dueño del neuro-simulador abrió la puerta, dejando entrar una rata que corrió hasta Dinorah –Si quiere quedarse, ¡pague otra vez! –dijo bruscamente el hombre al tiempo que encendía los focos pálidos de la habitación.

Un olvido nocturno

El sol estaba por aparecer, e Iván esquivaba un charco en la calle. Se encontraba intranquilo por la tormenta que en lugar de disminuir, aumentaba. Ver la ciudad tan llena de vida le dio una sensación de libertad, pero también lo hacía sentirse muy solo. Mientras trataba de cruzar hacia su trabajo, se lamentaba por haber olvidado llevar un paraguas. Los autos pasaban junto a él, dejando una estela inmóvil, la lluvia caía como aguijones sobre la ciudad devorándolo todo, e Iván se sintió un poco menos tenso cuando logró entrar al edificio.

Eran las tres de la tarde cuando el zapato guindo de Iván se posó sobre una roca, el hombre bajó de su auto hacia la calle empedrada, mirando la hora en su reloj. Azotó la puerta y se sintió de nuevo solo al mirar esa difusa sombra que lo seguía tan de cerca, dio un paso, luego otro, lentamente, era viernes, el perfecto día para relajarse unos minutos, así fue que decidió caminar en línea recta.

Comenzó a caer la tarde, llovía. Desde su auto, una mujer observaba a aquel hombre sospechosamente recargado en un auto negro, estaba vestido de traje, su cabello naranja le escurría en la cara mientras cabeceaba. Era Iván, quien entre sueños trataba de recordar el nombre de la mujer con la que quisiera estar oculto del inclemente clima, pero no pudo pensar en una sola, al mismo tiempo cruzaron por su mente Erika, Guille, Petra, Fifi, Ana… y todas juntas formaban una inmensa, total y absoluta masa de nada, ninguna mujer con quien compartir un momento. Iván extrañó profundamente a alguien, pero no sabía a quién, no echaba de menos a ninguna mujer, porque simple y sencillamente ya nadie le importaba.

La noche se hacía presente con toda su oscuridad, los pasos rítmicos de dos zapatos guindos se escucharon en el interior de un edificio, la sombra difusa de Iván lo seguía pisada tras pisada. Él, mirando su reloj, jugueteaba con las llaves. No había hecho nada en toda la tarde, atenuó su sentimiento de culpa y siguió subiendo, hasta el piso en el que no había más luces –Erika, Guille, Petra, Fifi, Ana –decía, sin sentir nada por ninguna, nada más que un hondo vacío, vacío de alguien a quien suponía fue muy cercano, alguien a quien tal vez había abandonado.

El interior del edificio no tenía luz, por lo tanto tampoco tenía sombras, todo era una larga y absoluta penumbra. En Iván creció más y más el oscuro sentimiento, desde su interior algo gritaba, pero él no lo oía. Continuó subiendo las escaleras, pasó de largo por la puerta de su departamento, al verla, tan solo aumentó el sentimiento de extrañar a ese alguien de quien había olvidado el nombre, así que aceleró el paso hasta llegar a la azotea.

A las cuatro de la mañana, cinco jóvenes que paseaban fuera del edificio, habían escuchado un golpe seco, cuando la policía llegó al lugar, ellos estaban debajo de los arbotantes, rodeando el cadáver de Iván, sólo uno de los jóvenes advirtió, confundido, que el muerto no proyectaba sombra alguna en el pavimento, después de ser interrogados, tres de ellos dijeron haber visto, en el techo del edificio, como lamentándose, una silueta masculina –Este, ¡híjole! Pues apenas se alcanzaba a distinguir, la neta parecía nada más como una sombra –dijo uno de los muchachos a la policía, que nunca logró descubrir la identidad de aquel ente, no parecía una mujer, ni nadie le escuchó subir con Iván al edificio, sólo era una sombra solitaria que observó impotente el suicidio y que nunca tuvo voz para decirle a quien la proyectaba, que su nombre era Iván y que él lo había olvidado.

Agua

Quisiera ser perfecta, tener el alma más bella y el espíritu más puro. Quisiera andar como un pez azul en el rayo de la luz. Ser buena y que todo lo que siento por cualquiera fuera suave, como un aceite aromático. Los que me conocen podrían ser dichosos a mi lado, y no encontrar reproches, todo sería paz.
Quisiera ser siempre feliz y sin intentarlo, hacer felices a los que están cerca, que todo fluyera sin dolor, como la sangre a mi corazón.
Los que me quieren me conocen bien, yo no quiero herirlos, si tan sólo pudiera ser perfecta. Pero eso no se puede pretender, soy yo misma, quiero dejar de lastimar y me lastimo sola.
Quiero querer y nunca detenerme. Empezaré paso a paso, ahora entiendo que para amar a mi prójimo como a mí misma, debo también amarme, pero no puedo, mi esfuerzo humano no basta. Seguiré buscando el amor de Él, amor como las aguas de un oceano, no miro su final pero siento su principio.
Mientras arranco
La flor de rocío rojo
Escucho su adiós.
Nubes silencio
Y su lluvia de luces
Ocultan el sol.
De un sol oscuro
Yace sin fondo el rojo
Podrido duzor.
Seca te elevas
Cruje de llanto el aire
Tú, mariposa.
Minuto escucha
el silencio del árbol
que pierde su hoja
.

A los que entienden, y a los que creen que no hay nada que entender

Si todo se acabara, me arrepentiría de nunca haberte conocido, de no haberte permitido conocerme, de tener miedo de ti y de las cosas que me mantuvieron lejos, de las que cuando estuve cerca me callé, de todo lo que me preocupó sin sentido. De no haber tenido la cara para admitir que estar leyendo o escribiendo en mi casa, todavía en pijama, no es una pérdida de tiempo. Me arrepentiría de no haberme callado que me importas, para mejor decirtelo con silencios, de no haber admitido a mis desvelos, por temor a no gustarte, que me importas y que también por eso escribo. Me arrepentiría de no haber aprovechado más mis momentos de sufrimiento para escribir e inundar mi frustración, de no haber aprovechado más mis momentos de alegría para escribir, sin detenerme por parecer muy ingenua. Al fin y al cabo, no sólo escribo para tí, lector. También lo hago para el que me escuche, para mí y para Dios.

Un día existieron

Me halagan la vista sus ramas crujientes
Alzándose pálidas, bellas
Belleza que ha muerto
en el último suspiro petrificado
La exhación final no las troza
Entre el cristal de sus cenizas
Y el silencio de su eterna pose
No existen, pero me sonríe su muerte
Con ella adorno la mesa, en un frágil florero.

Aquí ando

Fieles Lectores:
Sépanse muy bien que no he muerto, más bien me encuentro superando la crisis, y no me refiero a la influenza, tampoco a la economía del país. Aclarado el punto, lo que necesito decir ahora es, ¡ya basta de bloqueo creativo! Continuaré publicando.