Sunny

Las compuertas se abrieron. Un par de tacones resonando sobre los tres escalones, esos escalones de todas las noches. Qué luz tan blanca dilata sus pupilas, ella se mece, con la multitud observando en balsa danzante de ritmo estelar.

Un par de piernas blancas sobre el pasillo, y ahí la gente de siempre, deseosa de variedad para pasar el rato, ese rato que nunca pasa, y nada ha pasado. Cada noche son iguales, rostros ávidos, resignados ante el flujo de luz y oscuridad.

Un par de manos suaves ante el metal, tocando el frío silencio y un zumbido imperceptible, sonido de oídos expectantes. La evasión vibrante de una noche condensada, cada segundo se alarga más al acercarse su final. El metal escupiéndole hasta la espina con un salto sorpresivo, cambia el ritmo de colores dando aviso, sus manos se funden en el tubo vertical.

Un par de oídos se aguzan al violento balanceo, ritmo inevitable. Todo alrededor girando en la inmensa velocidad de una ciudad escrita con largos desvelos, versos oscuros se dibujan bajo los ojos que buscan el destino final. Un cliente se marchó y el silencio se fue con él, entonces entró la primera nota, una sonrisa disponiendo esa espalda ondulante a bailar.

Explotó en felicidad y con ella explotaron el color y las bocinas, era su canción. Todo se reinventa, ahora estaba ahí para ser feliz, sola entre tantos ojos de colores, y luces cambiando una a una, las notas de Sunny ocuparon el lugar en que anidaba su destino.

Dos ojos negaron el tubo de metal, se cerraron ante el gentío, la Luna abierta miraba por ellos, corriendo en cada nota. Danzaron los latidos abrazados con la calle sobre cielos de voz libre.

Un cuerpo solitario en la noche, bailando, los brazos soltando el peligro de frenar olvidaron las caídas, se unieron a los semáforos. Ella bailando al ritmo de Sunny, amarilla, verde, roja, empapada de alegría. La música salía del radio solamente para eso y el pasaje seguía igual, pero su corazón de percusiones voló hasta playas azules y sonidos de ojos grandes y jazz. Sunny acabó, pero la sonrisa se hizo eterna y los pasajeros ya no lucían tan tristes, porque su chofer no cambió la estación.

Una cabeza ladeada mirando hacia el techo viajó en algo más que aquel sucio trolebús. La mujer volvió a tomar el barandal, sus ojos cambiaron a verde y en el siguiente alto tocó el timbre.

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